Cuántas veces en mi vida he oído esta frase. Y la verdad es que le tengo bastante manía, porque es una obviedad: nadie nace sabiendo cómo cocinar. Lo mismo ocurre con la bicicleta, el coche y muchas otras cosas. Pero todo es aprender. Y para eso, nada más fácil que empezar a perderle el miedo a la cocina.
Una olla y una cuchara de madera no son armas de destrucción masiva. Como mucho, serán fuente de una indigestión, pero para que eso ocurra, el desastre tendría que ser mayúsculo y contar con algunos ingredientes caducados. Por lo demás, lo peor que puede pasar es que la comida quede sosa, se queme o no tenga el punto de cocción adecuado, todas situaciones que hasta a los más famosos cocineros les ocurren de vez en cuando.
Si la comida queda sosa, se puede solucionar. Siempre habrá alguna salsa, condimento o guarnición que lo corrija. Si se quema, dependiendo del grado, será algo que abulte el basurero o una mala experiencia enriquecedora. Si queda cruda, siempre se puede cocinar otro poco. Si se pasa, pues es otra importante lección. Pero todo es parte del aprendizaje y así, poco a poco, se van adquiriendo las bases de un conocimiento que nos permitirá manejarnos en la cocina.
La primera regla no es, entonces, cocinar con amor. La primera es no tener miedo. Y luego viene todo lo demás. Hay que disfrutar la experiencia, cerrar los ojos, sentir los olores que desprende la comida y ver cómo se transforman los ingredientes en un buen plato. El que quiera seguirme, que pierda el miedo. Con lo demás, ya iremos trabajando a lo largo del libro y de este blog.
Lo que cocino 
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